Estamos condenados a una soledad glacial
- Julieta Lomeli
- 7 dic 2022
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 28 dic 2022
La soledad había sido para Morella una exigencia personal, una estrategia valiosa para no perder el tiempo en traiciones dolorosas, y así poder concentrarse mejor en sus aspiraciones esotéricas y personales. Sintiendo en el silencio absoluto de un cuarto de azotea, solía escuchar el llamado de pequeñas moiras que finalmente se volvieron sus amigas. Todavía no era tiempo de librar una batalla contra la tristeza, porque nada malo le pasaría algo aislada en esa cajita-trampita que era su alcoba iluminada de matices turquesa que entraban por un pequeño domo que daba al cielo. Así podría estudiar con detenimiento si Capricornio es con Júpiter, o si Saturno habitaba con rapidez sus dedos frente a su piano invisible dibujando a Bach.

Morella seguía fielmente las enseñanzas leídas en libros de magia, encontró en un famoso onironauta exquisitas líneas que justificaban su celo por no compartir más que cordiales saludos con los demás. Su corazón estaba cerrado, y esas lecturas la enseñaron a estar sola, mientras el manto solar, abría sus ojos con la brillantez de cada mediodía. Morella era más bien un ser nocturno, y se repetía a sí misma, durante el tiempo de insomnio, una alegoría constante de ese sabio onironauta. Cada noche volvía a la misma página en la cual se proponía un escenario hipotético, donde se situaba en un espacio infinito, “bajo un cielo completamente despejado, con árboles y plantas en un aire quieto, sin animales, sin hombres, sin corrientes de agua, en el más profundo silencio”. En una atmósfera donde sólo existiera la contemplación y experiencia absoluta de sus propias pulsiones y pensamientos. Quien no fuera capaz de soportar dicha soledad, estaría condenado al tormento del aburrimiento sin fin, del sinsentido y desesperadamente iría tras la búsqueda de algo o alguien con quien evadirse a sí mismo, con quien reemplazar lo irremplazable y pasar el rato. Aquella enseñanza concluía con que quien pueda soportarse y soportar el espacio vacío sin padecer un tedio insalvable, será poseedor de un enorme valor intelectual, pero sobre todo, de algo más importante, una fortaleza emocional que ni siquiera Aries, fortalecido por lunas menguantes, podría superar en buen grado. De esa potencia emocional, del imaginario del abismo, de entender que ni la más simple neurona puede salvarse del la nada, dependerá la capacidad de las almas para soportar o amar la soledad.
Pero un buen día de invierno en el que se alargaron los momentos de oscuridad, Morella, a pesar de haberse repetido religiosamente las enseñanzas del onironauta una y otra vez, no entendió nada. Como si la soledad le comenzará a reventar la razón y sus neuronas solo quedarán atadas al órgano que bombea la sangre. Ella pensó que ese día moriría. Nunca había sentido tanta angustia al estar sola, jamás le había importado el silencio impetuoso de una alcoba vacía. Pero todo comenzó esa noche que llegó precoz y se prolongó de manera sobrenatural.

Cuando llegó la luz Morella decidió buscar eso que otros llaman "compañía", visitó desde el inicio hasta el final de sus andenes varios supermercados de centro a norte. Ella sabía que ir al "super" y concentrarse en los colores de los condimentos y las tonalidades de los tipos de salmón existentes, la había salvado en excepcionales ocasiones de alguna ansiedad pasajera. Sin embargo, esa jornada tormentosa fue distinta, porque la hizo añorar con desesperación una mirada que le correspondiera como ella correspondió décadas antes. Una mirada auténtica que le hiciera justicia a los momentos del pasado en que ella amó a algunas personas. Sin embargo, no la encontró.
Morella siguió buscando y visitó bibliotecas, sobre todo las salas donde estaban los libros de etnología, pensando que si encontraba algún estudioso de tal disciplina, le enseñaría a hacer amigos de todas las naciones. Pero en los pasillos no hubo nadie. Una ráfaga de serenidad, salida de algún tipo de "consciencia mejor", le hizo entender que no era la única ahí abandonada, sino que el universo entero lo estaba; todas las cosas en soledad, existiendo sin ninguna finalidad, muriéndose y gastándose, yendo paulatinamente al precipicio, al abismal cementerio donde todo es silencio. El cosmos y cada una de las individualidades que lo conforman están también “condenados a una soledad glacial”. Las relaciones humanas generalmente son tejidas desde la artificialidad, desde un montón de adornos que ayudan a sentir la vida con menor rudeza, pero que verdaderamente elucubran, con mentiras y palabras endulcoradas, la irrefutable realidad: que siempre, en algún momento, toda relación termina y todos moriremos solos.

Morella buacó ahora en los parques de su pueblo, pero nadie la miraba amistosamente. Sentía haber pérdido todo, pero al mismo tiempo recordó que jamás tuvo algo, porque las cosas no son más que una ilusión rápida de instantes. Seguía angustiada por la soledad. Visitó un bar, ya que el alcohol es siempre un buen lubricante social. En ese momento recordó que todas las relaciones que construyó bajo el influjo de aquel brebaje idílico, fueron efímeras, y por alguna razón, recordando de nuevo las palabras del onironauta, ella en relidad estaba invadida por la necesidad y el error que la hacían fantasear en una amistad o amor indeleble.
Repentinamente en un café encontró a alguien con manos delgadas, ¿un pianista de verdad? Finalmente sus largos dedos por alguna razón mostraban a un hombre complicado, miró con detenimiento las orillas de sus uñas y notó ahí toda la ansiedad de ese hombre. Pero ella fantaseó, sí, él, sabe Chopin y Bach a punta de regla. Sin embargo un duro golpe mental la hizo olvidarse del utópico pianista, porque una nueva voz, ahora menos ácida que la anterior, le susurró al oído: “la inteligencia aísla, la banalidad congrega”. Un libro cayó de sus alargados dedos, ella lo tomó en sus manos, y abrió una página, cualquiera, y entonces, algo legitimó nuevamente su soledad, pero ahora de modo paradójico: ¿Soledad compartida? ¿Una sincera y eterna compañía?
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