Todos los idiomas del mundo son igualmente inexpresivos
- Julieta Lomeli
- 10 jun 2023
- 3 Min. de lectura
Recuerdo con mucho cariño uno de los mejores cuentos que he leído del genial Borges, El idioma analítico de John Wilkins, en el cual el argentino narra la historia de un ambicioso hombre que intentó crear un lenguaje universal donde cada palabra se definiera a sí misma, y no fueran solamente torpes símbolos arbitrarios.
Wilkins se obsesionó con encontrar un tipo de concordancia exacta entre las cosas y el discurso, entre las situaciones engorrosas y la forma en que nos acercamos a ellas, uno que no diera oportunidad al error ni a malentendidos. Llevó así sus investigaciones hasta sus últimas consecuencias, sin embargo, eso no lo salvó de que muchos años después su lenguaje universal fuera refutado a causa de los interesantísimos hallazgos de una enciclopedia encontrada en china, y otra en Bruselas.
Alarmante resultó lo descubierto en tales fuentes, las cuales exponían una manera muy distinta a la de Wilkins de clasificar el universo. Mientras que el primero lo hacía desde una óptica más científica, en géneros y especies, las clasificaciones de las enciclopedias respondían a esquemas absurdos. En la Enciclopedia oriental se catalogaba a los animales a partir de esquemas muy ilógicos, por ejemplo, existían los animales “pertenecientes al emperador, los animales embalsamados, los dibujados con un pincel finísimo de pelo de camello, etcétera”.
Así, tras profundas y numerosas reflexiones, los investigadores de toga larga llegaron a la conclusión de que “todos los idiomas del mundo son igualmente inexpresivos”. Lo cual sugiere que no hay una clasificación del universo absoluta, que en determinado momento no termine siendo arbitraria y se vuelva, a ojos de los anhelantes de la verdad, en una completa falacia. El universo entero es inexplicable en su totalidad, pero también en cada una de sus particularidades. Ninguna situación puede ser comprendida siempre desde una única manera.
El cuento de Borges, es una bella metáfora de lo irreductible que es el mundo al discurso. Los fenómenos nos exceden y las vivencias cotidianas superan cualquier definición. Por eso casi todo discurso es utópico, es una quimera que nos orilla a creer que en algún tiempo fuimos dueños de lo inmutable, o al menos, pudimos acercarnos un poco y conocerlo. Sin embargo, entre el mundo y el yo, y entre el yo y el otro, siempre existe un abismo, que se intenta llenar con discurso, con palabras, con ese idioma y esas narraciones que a veces nos suenan "todas igualmente inexpresivas". A pesar de ello, construir puentes que nos acerquen, y nos amparen de perdernos en el abismo de la incomunicación, siempre es posible.
O como escribiría Borges, a pesar de “la imposibilidad de penetrar en el esquema divino del universo, esto no puede, disuadirnos de planear esquemas humanos, aunque nos conste que son provisorios”. Sólo en lo temporal encontraremos la posibilidad de reinventar al infinito el mundo: en la escucha y la comparecencia, en volverse un hombre o mujer con ἐμπαθής (empathés), un individuo ‘apasionado’ por lo otro, que cuando percibe el dolor o la incertidumbre del prójimo, la duda, o cualquier situación que se escapa al entendimiento limitado de su propio yo, lo sienta en alguna medida, y sea capaz de escucharlo, de descubrir algo común, tendiendo lazos para cruzar conjuntamente el abismo. Quizá en esta -siempre imperfecta- comunicación, se encuentre el fundamento de aquella comprensión provisoria de la vida.
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