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Ancla 1

¡En ti somos, Dolor, en ti vivimos!

  • Foto del escritor: Julieta Lomeli
    Julieta Lomeli
  • 28 sept 2023
  • 3 Min. de lectura

Julieta Lomelí / @julietabalver


Un día sin nubes, él tropezó con una yaracacusú que incendió su pie de agonía; el hombre, sacando su machete, reventó las pequeñas vertebras de su agresora. Comenzó el delirio del pobre animalito, pero no sin antes dejar inoculado en las venas del campesino un mortífero veneno que se extendía hasta sus caderas. El eterno viaje por encontrar la cura milagrosa lo llevaría hasta tierras lejanas, cruzando con sus pies pesados el largo camino, siempre acompañado de ese terrible dolor provocado por la toxina del mencionado ofidio.


El cuento de Quiroga termina en un episodio fúnebre. El hombre lucha contra el suplicio que intoxica su cuerpo, dejándole las piernas gangrenadas, demacradas por el dolor e inservibles para caminar más. Mientras el viento arrastra su fúnebre cuerpo hasta un lugar desconocido, uno que desaparece por la intensidad del dolor. Un dolor del que sólo puede salvarse muriendo.


La mayoría de nosotros espera una longeva y sana existencia, que nos dé tiempo para lograr lo planeado. Pero más que el deseo de una larga vida, sentimos la volición de nunca caer en desgracia, de no terminar siendo víctimas de una enfermedad incurable, imparable, de volvernos víctimas del tirano más temido: el dolor físico. Entonces nos armamos ficciones para anular el peligro, creemos en la ciencia, en la medicina, hacemos ritos "transhumanistas" para vitaminarnos, rejuvenecernos, recobrar la salud pérdida y alejarnos en lo posible de un martirio crónico. La muerte no es nuestro miedo más profundo. No es que queramos ser eternos, anhelamos por momentos olvidar la posibilidad inherente a todo cuerpo encarnado, la fatalidad de todo órgano y sentido de ser proclives a la omnipresencia del dolor.



No basta con lleva una buena alimentación, hacer ejercicio ni la evitación cotidiana de los excesos y adicciones para librarnos del dolor. El dolor muchas veces llega por destino, por azar, por mala suerte, rompe cualquier vida, asesina infantes sin deberla, desmenuza al privilegiado, y también vuelve a pauperizar al pobre. El dolor es lo necesario. La contingencia se funda en ser víctimas, de un segundo a otro, de la enfermedad.


Todos, sin excepción, estamos destinados al dolor. En mayor o menor grado de intensidad, aquél no ha podido ser erradicado por la medicina, o la ciencia, pero tampoco por el derecho. El dolor es la capital de la humanidad en todas sus épocas.


El dolor es un órgano que nadie se puede mutilar, es el alma sin espacio fijo. Envenena el resto del cuerpo con una punzada de malestar que va creciendo, extendiéndose a los brazos, al hígado, a la cabeza. Es la tristeza que inunda lo interno, que desborda los miembros, los revienta por dentro.


Lo que nos vuelve singular es el dolor, nadie lo padecerá en cantidad similar a uno mismo. Muchos podrán darnos el pésame, pero ninguno nos arrancará el dolor de las arterias. Sólo el afectado podría, esforzándose mucho, saber lo que siente.


El dolor es lo enigmático, la telaraña sin inicio, la maldición que nos visita sin merecerlo. El dolor es lo indescifrable, lo incomprensible; no se detiene por la navidad, tampoco respeta la inocencia, le gusta burlarse de la edad.


Pero si hemos de encontrar alguna resignación, sería la que alguna vez sugirió un filósofo de humor negro: pensar en un tipo de positividad frente al dolor. El lado opuesto del dolor siempre anuncia la "Buena Nueva" de la salud y el bienestar, que nos recuerda valorar los momentos dulcificados de la vida, esos que todo mundo ignora hasta que llega la desgracia.


El dolor está ahí para recordarnos lo infinitamente felices que éramos en el pasado. Es la nostalgia del paraíso perdido, que muchas veces, nunca más regresará.

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